Gabo: “no quiero saber nada de este puto país”

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Testimonio de un recordado saludo con el nobel de Literatura, Gabriel García Márquez.

Nadie sabía con certeza qué figura estaba adentro. Los fotógrafos se apostaron frente al Claustro Santo Domingo por toda la calle Gastelbondo, como soldados en la trinchera al acecho de su enemigo.

Ningún periodista podía entrar, esa era la orden impartida a la vigilancia señorial que cumplía los protocolos de seguridad del presidente que estaba adentro con su esposa y otras figuras, entre ellas, Gabo o Gabriel García Márquez. De modo que lo único que podía hacer un reportero era esperar.

El nobel de Literatura hacía algunos años no visitaba Colombia, pues desde que salió exiliado a México en el Gobierno de Julio César Turbay Ayala, solo estaba por cortas temporadas en su país. De modo que su presencia era más que un milagro político, un regalo literario para todos los asistentes al Hay Festival 2006.

García Márquez, más que un reconocido escritor que atraía con el simple hecho de su presencia, era un amante del poder que llegó a fascinar a los mandatarios más poderosos del mundo, como a los menos poderosos.

En cambio yo no era más de un desgraciado estudiante de periodismo colado entre literatos, que contra toda la oposición del profesor Luis Ernesto Lasso, me echaron en un bus donde solo iban estudiantes de literatura de la Universidad Surcolombiana, rumbo a la amurallada a ver al mediático evento literario.

Llegamos el miércoles 25 de enero después de una noche y un día entero de viaje. El profesor Lasso con su novia se perdieron en la inmensidad del mar y solo tres días después los vimos en una conferencia del publicitado evento, que era más visitado por estudiantes rolos que cartageneros. Claro, ¿qué humilde estudiante pagaría 15.000 pesos (hace ocho años) para ver hablar a solo un señor famoso de sus libros?, la mayoría de los que entrábamos a las conferencias era con cortesías, que luego revendíamos al doble o triple para poder entrar a más charlas con escritores laureados en muchos rincones del mundo.

El día que conocí a Gabo

El día que llegamos a la Ciudad Amurallada lo primero que hicimos con el periodista Javier Núñez fue buscar la casa del nobel colombiano, que encontramos en la esquina de la calle del Curato de Santo Toribio, vecina del Hotel Santa Clara y de las murallas de Cartagena.

Tan pronto supimos que el afamado escritor estaba adentro, lo esperamos con la seguridad de que algún día saldría. Así, la espera fue menor a lo que suponíamos y de repente lo vimos salir en su carro con la serenidad que lo caracterizaba, hablando quien sabe de qué cosas con el conductor mientras su esposa, Mercedes Barcha, atrás sonreía.

Me parecía increíble ver por primera vez a un genio, que 50 años atrás no era más que un periodista de El Universal, que pagaba arriendo leyendo poemas y soñaba con el famoso y solicitado hombre, que ahora viejo era.

Quedé estático en la calle, mientras él saludaba con su mano sin bajar el vidrio del carro. Fueron segundos de eternidad en que por mi mente pasaron los personajes de sus novelas. Todo un mundo literario a metro y medio de mis pies.

No sería la única vez que lo vería. Dos días después se haría realidad lo que siempre esperé. Estaba allí frente al Claustro Santo Domingo aquel viernes 27 de enero, junto a silenciosos periodistas internacionales y sobrados comunicadores nacionales que solo se preguntaban si el que iba a salir primero era Gabo o el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez.

El reloj marcó las 11:17 p. m. y se abrió la puerta del conocido claustro. Yo me escabullí en medio de los periodistas y vi nuevamente y para siempre al padre del realismo mágico. Tenía frente a mí el creador del mundo macondiano de los pescaditos de oro, de Melquiades, y el dueño de un Coronel lúgubre y pobre como muchos huilenses, que salen el domingo a misa con su mejor traje y con los bolsillos rotos.

“Maestro, siempre en mi vida quise conocerlo”, le dije mostrándole mi mano y él extendió su mano caratosa, levantó su mirada protegida por dos grandes lentes y me dijo: “bueno, aquí me tienes”.

“Maestro, siempre en mi vida quise conocerlo”, le dije mostrándole mi mano y él extendió su mano caratosa, levantó su mirada protegida por dos grandes lentes y me dijo: “bueno, aquí me tienes”. Fue un fugaz saludo que se convirtió para siempre en un remedio contra la idolatría hacia los famosos.

Los saludos fueron abrumadores, las cámaras disparaban sus flashes y las señoras gritaban como adolescentes: ‘¡Gabito!’, ‘¡Gabito!’. Entre tanto, García Márquez, que llevaba de gancho a su esposa y un mexicano ansioso de conocer opiniones del genio, le preguntó: ‘maestro, qué opina de Colombia’. Automáticamente el escritor paró, todos detuvieron la marcha en plena calle, “no quiero saber nada de este puto país”, dijo, al tiempo que recalcó: “yo lo único que quiero saber es dónde está mi esposa”. Instantáneamente todos se abrieron paso y su esposa apareció en medio de la muchedumbre con la amiga que la acompañaba. Se sujetó del brazo del anciano nobel y se fueron caminando silenciosamente hacia el carro que los esperaba a menos de una cuadra del lugar.

Javier Núñez, apático de figurar en fotos pero amante de las imágenes, ya había logrado eternizar ese momento con su cámara. Los dos, como niños dejamos que se fuera el famoso nobel, con la certeza infinita de que nunca lo volveríamos a ver.

Cómo olvidar esa noche. Una de esas mismas en las que el joven escritor respiró el fresco aire del Caribe a espera de una cuartilla bien lograda para la edición matutina de El Universal, ciudad a la que llegó luego del Bogotazo, donde estudiaba derecho. Allí, un día cualquiera fue a pedir trabajo, escribió una cuartilla y se quedó bajo el mando del implacable corrector de textos Clemente Zabala.

Entonces Cartagena no era lo que es hoy, pero tenía la calle San Juan de Dios donde Gabo salía a pasear. Recorría la calle de Las Damas y el parque Bolívar, la plaza de la Aduana y el hoy portal de Los Dulces. Todos estos escenarios donde paseó Florentino Ariza y Fermina Daza, hoy los buscan sus admiradores, tratando de encontrar aquel barco cargado de oro que naufragó muy cerca de la ciudad, y que se hizo una leyenda en ‘El amor en los tiempos del cólera’.

Al año siguiente de aquel mágico saludo, visité nuevamente La Heroica y ya no era la misma ciudad. Me pareció verlo salir del claustro y escuchar el griterío de sus seguidores en la calle Gastelbondo: ¡Gabito, Gabito!, y por un instante lo imaginé enojado pidiendo que le acercaran su esposa y decir enfurecido, levantando su mano: ‘yo no quiero saber nada de este puto país’.

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